jueves, 26 de marzo de 2015

Las telecomunicaciones y la regulación pública




Por Gustavo Fontanals

Industrias de red, economías de escala y concentración de mercado.

Este artículo se propone analizar las características particulares del sector de las telecomunicaciones que han motivado que desde sus inicios a la actualidad sea objeto de un tratamiento especial por parte de los Estados, que en forma continua han buscado influir sobre su evolución.


Orígenes y desarrollo de las telecomunicaciones como monopolio natural

Las telecomunicaciones recibieron desde sus comienzos una atención particular por parte de los gobiernos, ya sea por medio de la imposición de regulaciones públicas específicas sobre los operadores privados, o por la decisión de tomar en forma directa su prestación por medio de empresas públicas, en general monopólicas.

Esto fue especialmente marcado en el caso de la telegrafía, que en general fue desarrollada por los propios Estados a lo largo del siglo XIX, bajo fundamentos de integración territorial, seguridad nacional y vinculación al exterior. La notoria excepción fue Estados Unidos, donde inicialmente surgieron diversas empresas privadas (en general vinculadas al desarrollo de los ferrocarriles), pero que pronto desembocaron en una compañía dominante, la Western Union, que aprovechó sus economías de escala para absorber e integrar a otras operadoras. Tomando nota de esta situación, el Estado le impuso pronto una regulación pública específica, que comprendía obligaciones de prestación y cobertura y la fijación de tarifas.

No sucedió lo mismo inicialmente con los servicios telefónicos, que se desarrollaron en las décadas finales del siglo XIX como un emprendimiento meramente privado, de índole urbana y orientado a satisfacer intereses sociales o comerciales particulares. La explotación comercial se convirtió pronto en un negocio suculento a nivel mundial, de la mano de tempranas compañías internacionales que apuntaban a prestar el negocio en las principales ciudades. Pero eso comenzó a cambiar muy pronto, a partir de que los avances técnicos hicieron posible comunicaciones de más larga distancia, primero interurbanas, luego nacionales e internacionales. Entonces el servicio captó el interés de parte de los gobiernos, que empezaron a aplicarle regulaciones públicas específicas, aunque su evolución fue diferente según países.

El caso más notorio, y nuevamente excepcional, fue Estados Unidos, donde la compañía Bell se amparó en su patente maestra sobre la tecnología para desarrollar el servicio en las principales ciudades del país, a lo que pronto sumó una red interurbana que dio origen a la poderosa AT&T. Vencida la patente, comenzaron a desarrollarse diversas compañías locales o regionales, pero la Bell logró mantener su posición dominante negándoles la interconexión interurbana, lo que las limitaba a su área de cobertura. La disputa entre las partes recrudeció, y para 1910 la propia Bell propuso que un monopolio formal a su cargo sería más adecuado y eficiente.

El argumento, sustentado en estudios de la época, sostenía que el hecho de que los servicios se brindaran a través de una red dotaba al negocio de importantes economías de escala, que hacían económica y socialmente más eficiente su prestación a través de una empresa monopólica. Se postulaba que las telecomunicaciones constituían un “monopolio natural”, y que debía evitarse una competencia destructiva entre empresas, que era factor de ineficiencia: implicaba la duplicación de fuertes inversiones de capital en redes —con “costos hundidos”, difíciles de revertir—, sin que ninguna se beneficiara en forma plena de las economías de escala, impidiendo alcanzar el mejor costo de producción y elevando los precios (Holcombe, 1911).

La propuesta fue finalmente aceptada en forma parcial por el Gobierno en 1913 (Compromiso Kingsbury), lo que fue justificado más bien como un límite al monopolio de facto que la empresa estaba alcanzando. Se permitió a la Bell mantener sus filiales locales y la red interurbana nacional de AT&T, así como avanzar en la absorción de nuevas operadoras; a cambio, se le impuso una serie de regulaciones públicas, que incluyeron la fijación de tarifas, la obligación de interconexión y venta de servicios a las operadoras locales que decidieran mantenerse independientes, y la aplicación de medidas antitrust para evitar que usufructuase sus beneficios monopólicos en otros mercados. Como veremos, esa fue la base de buena parte de las regulaciones posteriores. A lo largo de las siguientes siete décadas, la Bell mantuvo un monopolio sobre casi todo el territorio, acompañada por algunas operadoras independientes, que también solían ser empresas únicas en su área de cobertura.

En Europa, por su parte, se establecieron en general regulaciones nacionales tempranas, y muy pronto la discusión pasó a ser si el desarrollo de las redes telefónicas debía quedar en manos privadas o públicas. Países como Alemania y Suiza se inclinaron desde un principio por un modelo de monopolio estatal. Otros, como Francia y Gran Bretaña, optaron inicialmente por un modelo mixto de operadoras locales privadas junto al control estatal de las redes de interurbanas, para finalmente integrarlas en un monopolio estatal. Los países escandinavos optaron por monopolios privados bajo permisos exclusivos del Estado. Y otros, como Italia o España, mantuvieron un esquema de diversas operadoras privadas locales o regionales, con escasa interconexión de redes. Ese mismo modelo se replicó en la mayor parte de América Latina.

No obstante, a lo largo de las décadas de 1920 y 1930, se fue consolidando en toda Europa la conformación de grandes monopolios públicos para la prestación de los servicios de telecomunicaciones en todo el territorio nacional, por medio de la absorción e integración de las diversas operadoras locales o regionales existentes. Pesaron en eso las comentadas justificaciones de eficiencia productiva y asignativa que convertían al sector en monopolio natural, pero también motivaciones de tipo político y militar-estratégico, como soberanía, defensa nacional e independencia económica (Duch, 1994).

Luego de la Segunda Guerra Mundial, esa orientación de política se extendió a lo largo de América Latina, y para la década de 1960 se consolidó como la práctica habitual a nivel mundial. El monopolio de una compañía estatal, o en su defecto el de una operadora privada sometida a regulación pública, fue el modelo imperante desde entonces hasta finales de la década de 1980.


Privatización, liberalización y regulación pública

El consenso acerca del carácter de monopolio natural de las telecomunicaciones comenzó a resquebrajarse hacia finales de los 70 y comienzo de los 80, con una combinación de factores que comprendían los cambios tecnológicos, las falencias en los servicios de los prestadores estatales y las tendencias liberales pro-mercado en expansión.

Por un lado, los cambios tecnológicos y el avance de la digitalización implicaron una creciente reducción de los costos de equipamiento, tendido y mantenimiento de las redes. Así, la consecuente caída de los costos hundidos elevó la consideración de que las telecomunicaciones ingresaban en una nueva etapa de mercado, abriendo al viejo monopolio natural a la posibilidad de competencia: se volvía económicamente realizable la duplicación de redes, y una competencia efectiva haría posible la consecución de mejores costos y precios.

A eso se sumaron las advertencias sobre los problemas de los monopolios estatales para la prestación de los servicios, que resaltaban las falencias continuas para satisfacer una demanda creciente (eran comunes en muchos países las largas demoras para la obtención de nuevas líneas), los límites de cobertura territorial y las deficiencias de servicio (mala calidad de conexión, congestión).

Este diagnóstico pronto se imbricó con las ideas liberales pro-mercado en difusión, y los ejemplos iniciales de liberalización y privatización implementados en Estados Unidos e Inglaterra a principios de los 80 pasaron a ser parte de las “recomendaciones internacionales” para fines de la década, con América Latina como caso testigo (Chile, México, Argentina y Venezuela se encuentran entre los casos pioneros a nivel mundial). Los programas articulados en el denominado Consenso de Washington combinaron planes de reestructuración de deuda y asistencia financiera por parte de organismos multilaterales de crédito (FMI, Banco Mundial) con la concreción de reformas estructurales de la economía, y la privatización de los monopolios de servicios públicos fue uno de sus ejes fundamentales. Las telecomunicaciones se ubicaron como el buque insignia, el caso modelo con el cual iniciar las reformas: estaban entre las empresas mejor valoradas, y concitaban el interés cruzado de operadoras crecientemente internacionalizadas (muchas de ellas todavía monopolios estatales en sus países de origen), proveedores de equipamiento en busca de nuevos mercados, bancos acreedores que pretendían capitalizar sus títulos y una opinión pública expectante por una mejora de los servicios (Molano, 1997).

El caso pionero de privatización de British Telecom sirvió como modelo para las recomendaciones de los organismos multilaterales, que en general fueron tomadas y adaptadas a los procesos particulares de cada país. Así, se propagó la idea de garantizar una reserva de mercado temporal que prolongaba el monopolio para el o los operadores privados emergentes (en muchos casos se hizo una división por regiones exclusivas), con la intención tanto de elevar la recaudación de los gobiernos en la transferencia como de garantizar a los compradores las rentas para recuperar sus desembolsos y encarar la expansión de los servicios. Recién una vez concluidos los plazos de exclusividad, se daría inicio a un proceso de liberalización gradual, que se preveía terminaría conduciendo a un mercado competitivo.

A su vez, se contemplaba el establecimiento de un esquema de regulación pública en el que un ente autónomo al gobierno se encargara primero del control del monopolio residual, para luego promover en forma activa el ingreso gradual de nuevos operadores. Se postulaba incluso que, una vez alcanzado un adecuado nivel de competencia, las funciones del regulador se reducirían, limitándose a controles concretos sobre situaciones específicas y a fiscalizaciones de rutina (Banco Mundial, 1994).

La privatización de los monopolios públicos de telecomunicaciones se expandió a lo largo de la década de 1990 por todo el mundo, tanto en países centrales como en desarrollo, y la prestación de los servicios por medio de operadores privados se convirtió en la práctica habitual. Gradualmente comenzaron a aplicarse los programas de liberalización, que incluían un aspecto central de las políticas de regulación pública: los esquemas de transición comprendían la aplicación de medidas específicas de aliento a los operadores entrantes, tendientes a propiciar su fortalecimiento de modo de quedar en condiciones de competir con los operadores emergentes de los monopolios privatizados. Se debe destacar que estas medidas asimétricas de aliento, o en su defecto de castigo a los operadores establecidos, eran parte integral de un programa liberal pro-mercado, justificadas como pasos necesarios para la prosecución de una competencia efectiva.

El modelo también contemplaba programas de tipo Servicio Universal, destinados a financiar la expansión de las redes en zonas desfavorecidas y la prestación de los servicios a sectores de bajos recursos. Sucede que las economías de red también conducen a economías de densidad: a mayor cantidad de usuarios servidos, menores costos, y viceversa. Esas políticas incluían la conformación de fondos específicos de universalización a través de los aportes regulares de las operadoras. Se debe resaltar, no obstante, que aunque esos fondos en general fueron recolectados, su aplicación fue bastante precaria (según datos de Regulatel, para 2006 en América Latina sólo un 11% del total de esos fondos se había instrumentado en proyectos concretos).


Post-liberalización, fallas de mercado y tendencias oligopólicas

Son numerosos los estudios que desde diversas vertientes señalan las falencias que tuvieron los programas de liberalización para el desarrollo de una competencia efectiva en el mercado de telecomunicaciones. Se resalta que en la mayoría de los países, tanto centrales como en desarrollo, no se logró transformar a las empresas emergentes de los antiguos monopolios en competidores ordinarios, y que en lugar de esquemas de competencia tendieron a desarrollarse mercados oligopólicos con pocos y fuertes operadores. Éstos lograron beneficiarse de su control sobre las redes heredadas (ventajas de precedencia) y de los importantes flujos de caja que le aportan sus operaciones vigentes para consolidar su posición de mercado, e incluso expandirla hacia nuevos sectores (como telefonía móvil y acceso a Internet). Para ello pusieron en juego una serie de estrategias, entre las que se destacan la adquisición de otras empresas del sector (como las operadoras independientes de servicios de Internet que surgieron inicialmente), fijación de precios predatorios, discriminación en las interconexiones, aplicación de subsidios cruzados, empaquetamiento de servicios, prácticas carterizadas y el establecimiento en general de barreras a la entrada a nuevos competidores (CEPAL, 2002).

Fue muy limitado en general el desarrollo de operadores entrantes con peso competitivo, lo que se dio principalmente en el caso de grandes compañías con respaldo propio (muchas veces incumbentes en otros países) que sí fueron capaces de desarrollar una red nacional desde cero (en general de telecomunicaciones móviles, para luego expandirse hacia otros sectores). Esta fue, por ejemplo, la estrategia utilizada por América Móvil para expandirse hacia nuevos mercados en América Latina.

Estos desarrollos ya habían sido previstos en los trabajos de Joan Tirole (Premio Nobel 2014 por sus estudios sobre los problemas de competencia en las industrias de red), quien a fines de los ‘90 postulaba que los procesos de liberalización de las telecomunicaciones tendrían resultados parciales e inestables, con alta probabilidad de desembocar en mercados oligopólicos. A través de modelos econométricos, sostenía que el control de las redes por parte de las operadoras incumbentes les permitiría consolidarse, y beneficiarse de las necesidades de interconexión de las entrantes, las que a su vez no encontrarían incentivos adecuados para invertir sostenidamente en sus redes (Tirole y Laffont, 1999).

Desde el análisis politológico, Victoria Murillo (2009) también estudió la capacidad sostenida de las empresas resultantes de los monopolios públicos para mantener una posición dominante, resaltando el peso que lograron sobre los procesos de toma de decisión de políticas, principalmente de regulación sectorial. Dado la importancia que tienen esas decisiones para el desarrollo de sus negocios, estas empresas tienen un interés concentrado para intentar influir. Además, el hecho de que en general éstas se tomen por medio de decretos o resoluciones administrativas del Ejecutivo terminó generando una lógica de negociación directa, incrementando su capacidad de influencia. Lo que se refuerza por las características propias de estos actores, que los dotan de importantes recursos para la acción política: son concentrados (por lo que están en mejores condiciones de concertar intereses y estrategias), y manejan un sector económico crucial por su importancia estratégica (insumos de uso difundido) y económica (nivel de actividad y empleo, pago de impuestos, inversiones y promesas de inversión). De este modo, a través de diversos casos de estudio en América Latina, Murillo concluye que esas compañías lograron efectivamente influir sobre los gobiernos, lo que resultó en la implementación de políticas sectoriales favorables a sus intereses.


La regulación pública ante la convergencia tecnológica

La evidencia de las fallas para el desarrollo de competencia promovió en los últimos años una reconsideración de los requerimientos de regulación pública, reforzados a su vez ante el avance de la convergencia tecnológica, que complejiza el proceso. La digitalización implicó que la distinción histórica entre redes de telecomunicaciones y de televisión por cable perdiera sentido: con mayor o menor capacidad ambas transportan datos, que pueden corresponder a diversos servicios. Eso hace que la convergencia sea tecnológicamente inexorable. Algo que en forma progresiva está siendo reconocido por la legislación, a través de la remoción de las barreras institucionales que históricamente separaron a las telecomunicaciones de la radiodifusión.

Las nuevas recomendaciones de política, impulsadas principalmente a partir de las normativas de la Unión Europea, se enfocan en fortalecer las consideraciones anti-dominancia de la regulación sectorial pro-competencia. Se procura que los operadores con posición dominante, que en general desarrollan estrategias de integración horizontal hacia nuevos sectores, no puedan imponer condiciones que restrinjan la competencia por parte de los operadores más chicos, y de los entrantes desde los segmentos convergentes. Se pone el eje en la necesidad de establecer reglas de convivencia entre redes tecnológicamente heterogéneas y de magnitudes diferentes, que enfrentan a los operadores incumbentes (con alto grado de capilaridad nacional y grandes recursos de inversión) con otros de menor porte. Y se vuelve a resaltar el peso de las economías de escala, la posición ventajosa de las empresas de mayor tamaño, y sus efectos hacia la consolidación y la concentración del mercado. Lo que refuerza la necesidad de aplicar medidas asimétricas de regulación sectorial ex-ante sobre los operadores dominantes, o en su defecto de defensa de la competencia o control de la dominancia ex-post (CEPAL, 2011).

Las medidas de regulación sectorial ex-ante retoman las recomendaciones de asistencia a los entrantes previstas para los procesos de liberalización, entre las que se destacan la obligación de interconexión a precios regulados y las exigencias de desagregación de las redes locales. A la vez, acorde con sus intenciones originales, se busca que esas medidas pesen en forma desigual sobre los operadores dominantes, reduciendo su capacidad de control y alentando las posibilidades de competencia por parte de los operadores más chicos.

Esto debe complementarse con medidas de regulación ex-post, orientadas específicamente al control de los operadores dominantes. Ello implica detectar la existencia de operadores con poder significativo de mercado, de modo de imponerles obligaciones especiales orientadas a limitarlos (como tarifas diferenciales, períodos de exclusión, separación contable o funcional, exigencias de desinversión). Pero, a su vez, se busca tomar en cuenta la característica dinámica del sector, así como el hecho de que un operador puede ser dominante en un segmento particular pero no en otros, o en una región específica, pero no en todo el territorio, lo que requiere de un análisis periódico sobre cada uno de los mercados relevantes. La idea última es que estas medidas sean efectivas para moderar o corregir las condiciones de dominio, y por lo tanto que sean transitorias.

Finalmente, se debe remarcar que la promoción de la competencia es central, pero no el único objetivo de las políticas regulatorias, que también deben asegurar las condiciones a largo plazo para el desarrollo de la infraestructura y la provisión de los servicios, promoviendo el acceso de la mayor parte de la población. Esto vuelve a remarcar la importancia de las políticas de Servicio Universal, con programas específicos orientados a la expansión de las redes a zonas no cubiertas y la prestación de los servicios esenciales a los sectores sin recursos. También son varios los países que han optado por el desarrollo de redes mayoristas de backbone o móviles (en esquemas públicos o semi-públicos), orientadas a la prestación de servicios a los operadores finales, principalmente los más chicos y los virtuales (lo que les permite reducir su dependencia de los operadores dominantes y las necesidades de inversión en redes).Por su parte, desde el sector privado, esa tensión entre objetivos resalta la existencia de un equilibrio inestable entre la promoción de la competencia y el mantenimiento de incentivos adecuados para la realización de inversiones de envergadura, con altos costos hundidos, que recién maduran y se recobran en el tiempo.

Se revalorizan así las exigencias de capacidades institucionales, profesionales y técnicas por parte de quienes toman las decisiones sectoriales, que deben contar con un profundo conocimiento de la industria, de modo de estar en condiciones de aplicar una regulación pública robusta pero dinámica. Esto comprende la implementación de medidas específicas y cambiantes en el tiempo, orientadas a promover los intereses sectoriales y sociales a largo plazo. Una tarea que, por cierto, no ha sido sencilla hasta el presente.


La autonomía de los entes de regulación y aplicación

Hay un debate vigente acerca de los requisitos de autonomía o dependencia institucional de los órganos de control y/o de definición de las políticas sectoriales. Las recomendaciones pro-privatización y de liberalización insistían en la necesidad de la autarquía de los entes de regulación, de modo que pudieran controlar la evolución del mercado de forma independiente a los intereses de las empresas y de los gobiernos. No obstante, como analizamos, eso no impidió que esos intereses influyan sobre las políticas sectoriales, por medio de procesos de interacción con los encargados de toma de decisiones. Eso llevó a que en varios países se insistiera en la necesidad de constituir órganos de aplicación o de definición de políticas que también sean autónomos. Tal es el caso de Estados Unidos con la FCC, los de Japón, Corea del Sur o Singapur en Asia Pacífico, o las recientes reformas de México y Argentina.

Esta orientación, sin embargo, no es unánime. En varios otros países se priorizó la idea de que, más allá de la presencia de órganos de control autónomos, deben ser los gobiernos quienes retengan las capacidades de decisión última sobre un sector tan estratégico de la economía. Esto es práctica común en los países de la Unión Europea, en los de Oceanía, y en la mayor parte de América Latina. Igualmente, en muchos de esos casos se ha buscado incorporar esquemas institucionales orientados a habilitar la participación regular de los actores interesados en el sector, así como una serie de recaudos para otorgar una mayor visibilidad a los procesos de toma de decisiones (la obligación de audiencias públicas, la presentación de agendas de trabajo e informes de gestión, el establecimiento de comisiones parlamentarias de control). La intención es reducir la capacidad discrecional sobre los procesos decisorios, y con esto las posibilidades de que prevalezcan intereses particulares de corto plazo.



Nuevas iniciativas: de las redes mayoristas a la reemergencia de los monopolios

Algunos países pusieron en marcha nuevas iniciativas orientadas a dar cuenta de la persistencia de las economías de escala y de las ventajas de precedencia de los operadores incumbentes. No deja de ser llamativo que las mismas hayan tenido origen en Inglaterra, modelo del ciclo de privatización y liberalización. En 2005, el regulador OFCOM (Oficina de comunicaciones del Reino Unido, por sus siglas en ingles) se amparó en las leyes de defensa de la competencia para imponer a British Telecom una separación funcional de su red cableada, dando lugar a una nueva unidad de negocios (Openreach BT). El objetivo es que brinde servicios mayoristas a todos los operadores que lo requieran, incluyendo a BT, en igualdad de condiciones. Este enfoque prioriza las políticas de interconexión por sobre las de desagregación: las redes y ductos permanecen en manos del incumbente, aunque en una unidad separada. El modelo recibió continuas críticas de los operadores alternativos, que denuncian que BT conserva su posición dominante y que Openreach no les permite diferenciar sus servicios. Las políticas de separación funcional fueron incorporadas a las directivas de la Unión Europea en 2007, aunque sólo como recomendación tras un estudio pormenorizado de caso, y no se han aplicado en otros países.

Sí fueron replicadas en 2008 y 2009 por Nueva Zelanda y Australia, donde el dominio de las incumbentes era muy fuerte y los desarrollos de red habían quedado relegados. Y que pronto optaron por profundizar el esquema, avanzando hacia un modelo de separación estructural: la división completa del incumbente para la emergencia de una nueva empresa independiente a cargo de la red. En el caso de Nueva Zelanda, se procedió en 2011 a la formación de Chorus, una nueva compañía privada a cargo de la red para la prestación de servicios mayoristas a operadores finales convergentes. El Gobierno también suscribió un acuerdo con la empresa para el desarrollo de una red troncal de fibra, con financiamiento público, que está en ejecución. Así, se prevé la conformación de una red nacional mayorista en manos de un operador privado, y aunque no se fijó un régimen legal de monopolio, la falta de redes alternativas lo establece de hecho.

Australia decidió dar un paso más, con la creación en 2011 de una nueva empresa pública para el desarrollo de una red nacional de banda ancha (NBN Co). Este proyecto tiene dos ejes fundamentales: el tendido de una red troncal de fibra con financiamiento público, y un acuerdo con la incumbente Telstra para el alquiler de sus ductos y la cesión progresiva de abonados con sus respectivos bucles finales (a medida que avance la red, en ejecución hasta 2018). La empresa se dedicará en exclusiva a brindar servicios mayoristas a operadores finales convergentes en competencia. En este caso, el proyecto sí contemplaba un régimen de monopolio en redes para la empresa pública, pero los impedimentos de las leyes de competencia derivaron en un complejo marco normativo destinado a obstaculizar tácticas de cherry picking (el desarrollo de redes alternativas en las zonas más rentables).

Desde el sector privado, las grandes operadoras vienen solicitando a los gobiernos que les habiliten procesos de fusión que también dan cuenta de las economías de escala. Esto sucede por ejemplo en Estados Unidos, y es un fuerte reclamo en la UE (donde sostienen que la alta fragmentación, con más de un centenar de operadoras, las desfavorece respecto a compañías de mercados más concentrados). A eso se suman novedosas propuestas canalizadas por grandes agentes de inversión, que resaltan la pertinencia de considerar modelos alternativos ante la posibilidad de reemergencia de los monopolios nacionales. Por ejemplo, el Citi (2014) presentó una propuesta de enfoque pragmático que combina la consolidación de modelos de competencia de infraestructura en aquellas zonas donde genere beneficios económicos demostrables y habilite mercados mayoristas viables, con el desarrollo de monopolios de red con mercados mayoristas regulados para el resto. La intención es reconocer desarrollos que se vienen dando de facto a nivel mundial, para incorporarlos en nuevos enfoques regulatorios.


Fuente: Revista Fibra 

http://papel.revistafibra.info/numeros-editados/las-telecomunicaciones-y-la-regulacion-publica/